No hay nada más glorioso y honorífico para un cristiano que llevar el nombre sublime de hijo de Dios, hermano de Jesucristo. Pero, al mismo tiempo, nada más infame que avergonzarse de ostentarlo cada vez que se presenta ocasión para ello. Que no nos maraville el ver a hombres hipócritas, que fingen en cuanto pueden un exterior de piedad para atraerse la estimación y las alabanzas de los demás mientras que su pobre corazón se halla devorado por los más infames pecados.
Qué pequeño es el número de los que andan por el camino del Cielo y que esperan su recompensa y su felicidad solo en Dios.