Nuestra respuesta a la Bondad y longanimidad del Señor supone por nuestra parte sobre todo un plan generoso y un propósito de paciencia continua frente a los grandes misterios de la vida, el dolor y la enfermedad, en los cuales, “nuestra paciencia está como crucificada” (San Agustín).
Cristo no ha suprimido el dolor, ni nos ha propuesto una filosofía del mal y una teología del dolor, sino que ha transformado nuestro dolor, ya que viviéndolo Él mismo, lo ha impregnado de ideales sublimes de amor, de perfección y de esperanzas sobrenaturales. Debemos convencernos de que también la cruz irradia luz y que es un árbol que puede dar buenos y abundantes frutos, ya que ha sido escogido por el Hijo de Dios como trono para darnos la vida y como cátedra para proclamarnos todo su Amor. Consiguientemente, el verdadero cristiano no es aquel que busca una explicación divina al dolor lanzando la pregunta vulgar: ¿Por qué me mandas esta prueba, Señor? Sino el que se empeña en darle a cada derrota, a cada prueba, un enfoque divino. En efecto, aunque el dolor en sí mismo es algo negativo, es un mal, es desgaste de energías somáticas, psíquicas y espirituales; indirectamente puede ser también principio de un proceso vital en todos los niveles: sus tinieblas se pueden cambiar en luz meridiana y sobre las heridas que nos causa, podemos injertar alas para alcanzar las metas inmaculadas de la virtud y de la santidad.